McEnroe en Wiesbaden
Entre el caudal de hechos extraordinarios que jalonan la biografía de John McEnroe, hay uno – de hecho, el primero – que siempre me llamó la atención. El genio de Queens, neoyorquino de pro, no nació en Estados Unidos sino en un lugar muy lejano a orillas del Rin, en Alemania: Wiesbaden. En esta próspera ciudad balneario, capital del estado federado de Hesse – se dice de ella que uno de cada 270 habitantes es millonario – y conocida como la Niza del Norte por sus baños termales, estaba destinado como miembro de la Fuerza Aérea americana el padre del pequeño Johnny cuando éste vio la luz en febrero de 1959. Y hasta allí viajo con la intención de rastrear sus huellas, con la esperanza de encontrar algún testimonio, alguna muestra de su paso por este insólito lugar.
¿Y cómo empezar esta investigación? Pues a lo crudo. Recorreré las calles de Wiesbaden preguntando directamente a la gente. Lo primero, ir a la oficina de turismo para conseguir un mapa de la ciudad. Allí encuentro a mi primera interpelada. Frau Baur, la moderadamente jovial señora al otro lado del mostrador, se recrea en explicarnos las bondades del lugar, los sitios que visitar, y una vez acaba, le disparo a bocajarro: “¿Sabe usted quién es John McEnroe?”. Unos segundos de duda. “Un cantante”, me contesta. Bueno, no anda tan desencaminada. La música siempre fue la otra gran vocación de McEnroe, que incluso intentó una carrera musical tras retirarse del tenis. Dicen que se le daba bastante bien la guitarra – recibir lecciones de amigos como Carlos Santana, Eddie Van Halen y Eric Clapton posiblemente ayude –, e incluso se casó con una rockera, Patty Smyth (no confundir con Patti Smith, la legendaria madrina del punk). Pero no, no es la respuesta que esperaba. Mapa en mano, continuamos nuestra ronda.
Caminando por Wilhelmstrasse, la calle más importante de Wiesbaden, se aprecia claramente su opulencia. Su coqueto centro histórico es uno de esos escenarios de cuento tan típicos de las ciudades del norte de Europa. Ahora, además, están montando los puestos navideños, y una enorme noria se alza algo más allá. El pintoresquismo lo redondea esta juguetona llovizna. Escaneo las fachadas en busca de alguna placa conmemorativa, pero nada. Supongo que una estatua en medio de alguna plaza empieza a estar descartada. Pregunto a dos viandantes que pintan bien, un joven con aspecto de deportista y un señor de mediana edad. Su cara de “no sé, no contesto” empieza a serme familiar. Pero claro, el nacimiento de Big Mac aquí fue meramente circunstancial, quizá eso lo explique todo. Da igual, las pesquisas continúan. En la taberna Der Kleine König, un buen lugar para dar cuenta de una rica wiessbier, la cerveza blanca típica de la región de Baviera, conocemos a Antonella, la cocinera. Es italiana, de la zona de Trieste, muy simpática, y está casada con un señor de Badajoz. Lleva la tira de años viviendo aquí. No sabe quién es McEnroe, pero qué importa si es capaz de guisar este gulash absolutamente arrebatador. El gulash, un plato originario de Hungría, es uno de los mayores regalos que una vida plena puede deparar. El secreto, según Antonella, es una buena combinación de especias: clavo, comino, pimienta y otras precipitadoras de la magia. Tenísticamente nos vamos de aquí con las manos vacías, pero más que satisfechos.
Estos días se celebra en la ciudad, en la Caligari Filmbühne, la 28 edición del Exground Filmfest. Aunque el mundo del cine y el del deporte no suelen ir de la mano, puede que aquí nos llevemos una sorpresa. Hablo con Tajna, una voluntaria del festival. Estuvo viviendo una temporada en Málaga y habla un muy buen español. Nació y se crio en Wiesbaden. Es joven, de modo que decido atacarla prudentemente con una pregunta de aproximación: “¿Sabes quién es Federer?”. Silencio. “¿Y Djokovic?”. Dos noes como dos soles. Algo me dice que es inútil seguir indagando, pero aun así me lanzo. Consigo un tercer no al preguntarle por Mac. Lo intento ahora con Fiona, una de las chicas de la organización. Lo mismo. Estoy por asaltar a Andreas, el director de la programación y un tipo de más edad que quizá le conozca, pero me achantan su aspecto de megafriki y el miedo a una sesuda plática sobre la religión y el ser en Dreyer o Tarkovski y la decadencia espiritual moderna, así que desisto. No ha habido sorpresa.
¿Será posible que el probablemente hijo más ilustre de esta villa sea un completo desconocido para la mayor parte de sus habitantes? Bueno, quizá ahí los aficionados al cine puedan disentir, ya que el famoso director Volker Schlöndorff, responsable de la mítica “El tambor de hojalata” (1979) y uno de los padres del Nuevo cine alemán, y la actriz francesa Simone Signoret también nacieron aquí. En cualquier caso, mi asombro no deja de crecer. Estoy por hacer mías las inmortales palabras de Johnny Mac, plantarme en jarras en medio de la calle y gritar a pleno pulmón “Man, you cannot be serious!!”. En lugar de eso – y las ganas no me empiezan a faltar – decidimos comprobar por qué es célebre Wiesbaden y visitamos su más importante centro termal, el Kaiser-Friedrich Therme. Aquí, entre azulejos y columnas de inspiración romana, decido darme y darles un descanso y no preguntar a nadie, no sea que a alguien le entren ganas de ahogarme. Por la noche, para cerrar el día, se impone una visita al mayor icono de la ciudad: El Casino de Wiesbaden. Con mi chaqueta de terciopelo negro y ataviado con mi corbata de Mickey Mouse, penetramos en este lugar fastuoso inspirado en los palacios reales franceses. Dostoievski y Richard Wagner fueron algunos de sus más asiduos clientes. En su espectacular sala principal, de cuyo artesonado a base de regios casetones de madera cuelgan enormes lámparas de araña, jugamos unas fichas a la ruleta. Me acerco por detrás al croupier con intenciones tenísticas, pero la gravedad y el boato del lugar me pueden, y decido dejar que el hombre siga operando con su rastrillo sobre la playa verde del tapete.
Por lo visto, Wiesbaden alberga, entre abril y mayo, un torneo femenino sobre tierra batida, pero de muy modesta categoría. Esa parece ser toda la relación entre esta ciudad y el tenis. Miento. Buceando posteriormente en internet, descubriré un dato sorprendente: Wiesbaden fue también cuna de otro tenista profesional, el paraguayo Francisco González, que llegó a ser 34 del mundo en julio de 1978 y se retiró en 1990. Eso lo ignoro, pero es posible que incluso llegara a jugar alguna vez contra McEnroe, quién sabe. Me pregunto si nuestro hombre, tras abandonar Alemania en 1960 para trasladarse con su familia a Nueva York – creció en el barrio de Douglaston, en Queens –, habrá vuelto alguna vez al lugar que le vio nacer…
De nuevo deambulando por las calles del centro, continúa el sirimiri. Pasamos frente a la Marktkirche (literalmente, “la iglesia del mercado”), el imponente templo protestante cuya gigantesca torre central alcanza los 98 metros de altura, y llegamos a la que debe ser la tienda más turística de Wiesbaden, con un escaparate habitado por cientos de figuritas y souvenirs varios y sobre el que han construido un gran reloj de cuco. El dueño de la tienda es el típico alemán grande y macizo, tipo Helmut Kohl, y se muestra tan desconfiado que ni siquiera quiere decirme si es de aquí. Empezamos bien. Aun así disparo. Ni idea de quién es McEnroe. Se le ve más interesado en las cuentas de su negocio que en las tontunas que le pregunta este españolito. Me acerco a una de las dependientas y ¡bingo! Por fin alguien que le conoce y que además recuerda sus legendarios arranques de ira (la otra dependienta también sabe quién es, pero es americana, de El Paso, así que no cuenta). Con una cierta sensación de victoria, nos perdemos una vez más por Wiesbaden en dirección a Der Kleine König, donde a buen seguro sabremos celebrar como merece esta misión cumplida.
Firma invitada: Óscar Blanco Aparicio
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