Boris Becker «The Player»

By on 30 mayo, 2016

Boris Becker AutoBiografia portadaAún recuerdo su pelo color jengibre y su rostro lechoso plagado de pecas. Sus movimientos felinos y su despliegue de potencia. Esa expresión juvenil y esa sonrisa cándida, casi infantil, que contrastaban con su juego demoledor. Era el mismo chaval que solo unos cuantos años antes acudía a sus clases de tenis en bicicleta y al que su hermana Sabine preparaba sándwiches de Nutella. Lo que aquel chico al que apenas nadie conocía era capaz de hacer sobre la pista nunca antes se había visto. El 7 de julio de 1985, Boris Becker, un descarado adolescente en el templo de la ortodoxia, se convertía en el tenista más joven de la historia en conquistar el torneo de Wimbledon.

Lo lograba con solo 17 años y 227 días, un récord que continúa imbatido hoy día. No era el único. Su victoria en la catedral londinense le convertía además en el primer jugador no cabeza de serie y el primer alemán que conseguía ganarlo. A una edad en que ni siquiera podía sacarse el carnet de conducir, Boris Becker conquistó el sueño primigenio de la mayoría de los tenistas. Su vida, desde ese momento, cambió para siempre. Se convirtió en una estrella de la noche a la mañana. La cadena americana CBS le describió como “el primer héroe nacional alemán desde la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial”. Se sucedieron las etiquetas y los calificativos a cual más rimbombante: el adolescente Rey de Wimbledon, el Káiser Boris I, el Rembrandt del tenis…Llegó a ser un personaje tan popular en su país que a las cartas de sus fans les bastaba en el sobre con un escueto “B.B., Leimen” (su pueblo natal) e incluso “B.B., Alemania” para llegar a su destino.

Pero todo neón esconde en su interior un reverso tenebroso. Según McEnroe, que de eso sabía un rato, Becker ha sido probablemente el tenista que más ha tenido que soportar el peso de la fama. Quizá solo Borg, otro prodigio precoz como él, que abandonó el tenis en 1981 con apenas 25 años, llegó a sufrir una presión semejante. Conquistar la gloria a edad tan temprana le pasó al alemán una perversa factura. El mismo Becker reconocería pasado el tiempo que hubiera preferido ganar Wimbledon no con 17 sino con 23 o 24 años. Un Boris murió ese 7 de julio y un nuevo Boris emergió, uno que instantáneamente se convirtió en propiedad pública. El acoso de los medios se hizo insoportable. Su vida privada prácticamente había terminado. La policía tenía que protegerle al asistir, por ejemplo, a un partido de fútbol, y los guardaespaldas pasaron a ser compañía habitual al ir de compras o a la consulta del médico. Después de una derrota, le abucheaban o le insultaban por la calle. Las primeras cartas amenazantes empezaron a llegar a casa de sus padres, y los chantajistas hicieron acto de presencia.

Hay un antes y un después de Becker en la historia de este deporte. De algún modo, representó mejor que nadie el cambio que se estaba produciendo a mediados-finales de los años 80 del siglo pasado. Continuando la senda iniciada por Lendl, pionero del fitness en el tenis, la potencia, la fuerza del alemán, facilitadas además por el triunfo del metal sobre la madera en la construcción de raquetas, señalaron el camino que seguiría el tenis en el futuro. Fue el primero de los bombarderos, jugadores que poseían además un saque devastador capaz por sí solo de desequilibrar un partido. Se ganó pronto su mote más popular, Bum-bum Becker. Su juego agresivo, su saque de rayo y trueno y esas espectaculares voleas en plancha eran parte del sello de estilo de un tenista con un plan de juego sencillo: siempre atacar.

Poseedor de un físico fenomenal, a menudo Becker resultaba un tipo intimidante, el pecho inflado frente a sus contrarios como si fuera un Robert Mitchum de las pistas. En su autobiografía “Serious”, McEnroe, que se enfrentó a él en no pocas ocasiones, confiesa que esa actitud era deliberada, como diciendo “Chaval, tienes suerte de que no ganáramos la Segunda Guerra Mundial” (sic). Fue también exponente del tenis pasional, un jugador emocional en las antípodas de otros campeones como Lendl o Steffi Graf, tenistas que se rodeaban de un muro y ocultaban sus emociones para no mostrar su lado sensible que les hiciera vulnerables. Quizá ese aspecto de su carácter fue lo que hizo que Ion Tiriac, su agente, entrenador, tutor y casi figura paterna durante los 10 años que estuvieron juntos, dijera que Becker hubiera debido ganar tres veces más de lo que ganó. Para el recuerdo quedan también sus enfrentamientos con Stefan Edberg, su rival eterno, el férreo clasicismo del sueco frente al tenis acrobático del alemán. Páginas de oro en la historia del tenis, de un capítulo que Becker cerró con su retiro en 1999.

Carismático y dueño de una personalidad arrolladora, la vida de Becker fuera de las pistas parecía abonada a un permanente escándalo. Sus problemas con el fisco alemán – que, según él, mataron su carrera –, sus devaneos sexuales, con su famosa demandad de paternidad y su posterior divorcio, que fue vivido en Alemania como una especia de drama nacional, y su grave dependencia de los fármacos a causa del insomnio, quedan ya, con la perspectiva que otorga el tiempo, como fugaces notas a pie de página en la biografía de un tenista mayúsculo.

En aquel histórico día de julio de 1985, un anciano de 76 años observaba el partido sentado en la grada de la pista central del All England Club. Fred Perry contemplaba el escenario de algunas de sus mayores victorias, mucho tiempo atrás. Quizá pensó entonces en Gottfried von Cramm, el tenista al que venció en las finales de 1935 y 1936 y el alemán que más cerca estuvo nunca de conquistar la gloria en Wimbledon. Von Cramm llegó también a la final de 1937, esta vez contra el más grande de la época, Don Budge, pero perdió una vez más. Frente a los ojos de Perry, ahora otro alemán se disponía a cerrar el círculo, haciendo un ejercicio de justicia poética y fraguando, de paso, un episodio para la eternidad.

Firma invitada: Óscar Blanco Aparicio

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