“Serious”, la autobiografía de McEnroe

By on 10 diciembre, 2014

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Portada del Libro «Serious»

Corría el verano de 1977 en San Francisco cuando Cliff Richey, un veterano curtido ya en muchas batallas, campeón de Copa Davis y número 1 de Estados Unidos en 1970, se enfrentó por primera vez a un joven tenista procedente de Nueva York llamado John McEnroe. Después de continuas quejas e interrupciones del juego por parte del neoyorquino, Richey, dueño de una de las lenguas menos tímidas del circuito, paró el partido y, en jarras, se dirigió a los escasos espectadores que había en las gradas, afirmando durante varios minutos la deshonra que McEnroe suponía para el tenis. Richey acertaba solo a medias. McEnroe proporcionaría al tenis algunas de sus mayores glorias, pero también – y ahí Richey dio en el clavo – sus escenas más bochornosas.El genio había deslumbrado al mundo apenas unos meses antes, en Wimbledon, avanzando hasta las semifinales del torneo, que alcanzó increíblemente desde las catacumbas de su puesto 233 del ranking. Allí caería derrotado por el gran Jimmy Connors, pero su primer paso hacia el Olimpo del tenis estaba dado.

Nacido circunstancialmente en Wiesbaden, Alemania Occidental, donde su padre estaba destinado en la Fuerza Aérea de EE.UU., McEnroe creció en Queens y se formó tenísticamente en varios clubs locales hasta recalar, a los 12 años, en la academia de tenis de Port Washington, en Long Island. Allí tuvo como profesor a la que, con el tiempo, se convertiría en una de las presencias más influyentes de su vida: el legendario Harry Hopman. Hopman había sido el creador de la fabulosa generación de jugadores australianos que dominó el mundo del tenis en los años 50 y 60 del pasado siglo (los Laver, Rosewall, Hoad, Emerson…), a los que lideró como capitán de Copa Davis durante más de 20 años y con los que conquistó la friolera de 16 ensaladeras. Al contrario que grandes individualistas como Connors o solitarios como Borg y Lendl, que apenas jugaron dobles, McEnroe fue un apasionado del juego en equipo. Fanático de la Copa Davis, que ganó en cinco ocasiones, formó además con Peter Fleming la mejor pareja de dobles del planeta durante varios años, ganando nueve Grand Slams.

Tras su irrupción en la hierba londinense en 1977, había comenzado para el zurdo de Queens el camino hacia la conquista del número 1 mundial, que conseguiría por primera vez en marzo de 1980. Los episodios que jalonan esa travesía, y la de los años siguientes, forman ya parte de la mitología del deporte: su encarnizada lucha por el cetro del tenis con Borg y Connors, los mayores talentos de su época; las dispares relaciones con ambos, de mutua admiración e incluso cariño con el sueco (cuya temprana retirada a los 25 años, en 1981, le supuso un duro revés tanto personal como profesional) y de cruda animadversión, también mutua, con Connors; su merecida reputación de broncas y sus virulentos ataques de ira, que le hicieron acreedor de toda clase de motes – mi preferido: The incredible Sulk (el increíble Enfurruñado) –, del odio de muchos y de ser considerado un apestado por el establishment del tenis; su amistad con el difunto Vitas Gerulaitis, una estrella en su tiempo hoy prácticamente olvidada por muchos; la memorable final de Wimbledon en 1980 contra Borg, considerado el mejor partido de la historia, hasta que Federer y Nadal le robaron esa etiqueta para dársela a su duelo de 2008, también en la final de Wimbledon; sus combates contra Lendl, el tipo que aprovechó el vacío de poder dejado por la retirada de Borg, la desmotivación del propio McEnroe y la crisis de Connors para alzarse al trono; su estratosférico 1984, el mejor año de un jugador en toda la era Open, cuando ganó 82 de los 85 partidos y 13 de los 15 torneos que disputó.

La autobiografía de McEnroe, como toda obra de este género que se precie, está sembrada de anécdotas que van desde lo tierno (fue recogepelotas de su idolatrado Borg en el US Open de 1972, con 13 años) a lo emocionante (su encuentro con Nelson Mandela en 1996, y el relato por parte del líder sudafricano de cómo él y otros presos siguieron la final de Wimbledon de 1980, un soplo de aire fresco en su infierno del presidio de Robben Island) pasando por lo decididamente bruto ( su referencia a Steffi Graf como “esa zorra” en presencia de Andre Agassi, en el momento en que la alemana y el chico de Las Vegas empezaban en secreto su relación. Graf había dejado en la estacada a McEnroe como pareja de dobles mixtos).

Diseminadas aquí y allá pueden encontrarse perlas como la explicación del origen de su ira y las razones de sus violentos estallidos, para los que sin embargo McEnroe reconoce tener solo hipótesis y no teorías definitivas. Hay también espacio para las confesiones sorprendentes (hacía que le suspendieran como parte de una estrategia premeditada) y para otras más o menos conocidas (Brad Gilbert, apóstol del factor mental en el tenis, fue el jugador que más desagrado le produjo). Todo ello recorrido por un fino sentido del humor como el que demuestra al autojustificarse elegantemente afirmando “He sido una presencia en el tenis – terrible o maravillosa, pero nunca aburrida – …” o al describir impúdicamente sus últimos años como profesional, cuando seguía jugando básicamente por la pasta, optando por una “mediocridad de talla mundial” (sic).

Aún hoy, tantos años después de su época, es un deleite infinito recuperar los vídeos de sus partidos y contemplar el espectáculo de su talento insultante, esa alquimia innata capaz de ejecutar con sencillez lo que para otros jugadores resulta inalcanzable. McEnroe fue un tenista que esculpió arte con el cincel de su raqueta. Un esteta poderoso emparentado con otro genio moderno, Federer, que, como él, podía convertir la cancha de tenis en un escenario de ballet, allí donde desplegar la magia de sus golpes, como ese movimiento de saque, auténtica coreografía de lo sublime y resumen perfecto de su tenis excelso e inolvidable.

 

Firma invitada: Óscar Blanco Aparicio

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