Mr. Nastase

By on 4 marzo, 2015

Mr Nastase portada

Portada de la autobiografía «Mr Nastase»

En la primavera de 1984, una pegadiza canción de vocación veraniega, “Globetrotter lover”, alcanzó el número 3 en las listas de éxito francesas. Su intérprete era un señor de Bucarest, deportista aún en activo, que en la década anterior había sido el número 1 del tenis mundial y su más consumado showman. Se llamaba Ilie Nastase y, aunque su nombre probablemente ni le suene a las nuevas generaciones, puede decirse que fue la primera superestrella del tenis profesional y uno de los mayores talentos naturales que este deporte ha conocido.

El título de la canción no era gratuito. Resumía tanto la personalidad de Nastase como el espíritu de toda una época, una época ya desaparecida en la que los tenistas eran playboys adorados por legiones de fans, atletas capaces de bregar en la pista después de apoteósicas noches de farra, de fascinar al público con su juego y seducirle con su don para el espectáculo. Eran los años 70 del pasado siglo, la era en que el tenis se aproximó, como nunca antes y nunca después, a la extravagancia y el frenesí de la música rock, con su fenómeno groupie y sus presupuestos millonarios, sus neones y sus estupefacientes abismos, y su pasión por el star-system encarnada en deportistas que empuñaban raquetas en vez de guitarras. Nastase fue protagonista principal de aquel torbellino, él y Borg erigidos en sus primeras rockstars a nivel planetario.

Esa década prodigiosa fue hija de la revolución causada en el tenis por la irrupción del profesionalismo – es decir, del poder del dinero – a finales de los 60. Se acababa así con la mayor de sus hipocresías, la dicotomía entre tenistas amateurs y profesionales. Fue un momento privilegiado que Nastase aprovechó quizá mejor que ningún otro jugador. Como él mismo recuerda en su autobiografía, el tenis venía de unos tiempos muy diferentes, unos tiempos en los que muchos torneos carecían de encordadores, hecho impensable hoy día, o que hicieron que al principio los premios fueran poco más que calderilla (casi enternecedora resulta su confesión de la cantidad que obtuvo por ganar el dobles mixto en Wimbledon, en 1970: ¡250 irrisorias libras!). Los jugadores no tenían derecho a un fisioterapeuta en pista; ante cualquier tipo de molestia, solo había dos opciones: o seguías jugando o te ibas. Casi da vértigo pensar en lo mucho que ha evolucionado el tenis desde entonces, desde aquella época heroica hasta el galáctico profesionalismo de hoy día.

Probablemente no haya existido en la historia del tenis otro jugador como Nastase, alguien que a su desnudo talento como tenista unía un irresistible genio de entertainer, un alma hedonista capaz de mover a la carcajada a todo un estadio pero también de usar las artimañas más arteras para desesperación de sus contrarios, hasta conformar una personalidad que iba mucho más allá de las pistas. Junto con Connors, popularizó el tenis a una escala global. Su juego era una mezcla de “inventiva, instinto y velocidad” (sic). Como todo gran campeón, odiaba perder, pero su prioridad era disfrutar, crear un jogo bonito con el que encandilar a las masas. Quizá en eso fue heredero de los grandes jugadores australianos que dominaron el tenis mundial en los años 50 y 60, con su idolatrado Roy Emerson a la cabeza, y de su legendario lema “first to the net, first to the bar” (“los primeros en subir a la red, los primeros en ir al bar”). Fue el prototipo del jugador emocional. Al igual que McEnroe, la causa de la mayor parte de sus estallidos de ira era que los jueces de línea le cantaran mal las bolas (los micros y cámaras en pista fueron también blanco de su cólera, otro clásico). Uno piensa en lo diferentes que hubieran sido ambos de haber jugado en esta época de tecnología infalible. Pero mientras el zurdo de Queens podía usar esa ira como estímulo o Jimbo era capaz de sobreponerse a la tensión mediante el humor, Nastase sencillamente perdía el control, le era imposible parar. Como él mismo confiesa, “en la cancha, no tenía límites”. Todo ello, unido a su falta de disciplina, explica detalles tan llamativos como los solitarios dos grand slams de su palmarés (US Open 72 y Roland Garros 73. En dobles ganaría otros dos, Roland Garros 70 haciendo pareja con su viejo amigo Ion Tiriac, y Wimbledon 74 con Connors).

Nastase fue el mayor enfant terrible que el tenis había conocido, hasta la llegada del que había de superarle en ese campo, McEnroe. Como él, maravillosa carnaza para los medios. En su autobiografía, Nastase rechaza esa comparación, y seguramente tiene razón. Mientras que él podía bromear en medio de la debacle, no existía humor en el neoyorquino, sino más agresión y una conducta violenta que intimidaba a los jueces. Gracias a sus bufonadas y a sus explosiones, el rumano se hizo merecedor de su más popular apodo, Nasty (en inglés, sucio, desagradable, canalla). Por causa de jugadores cómo él, el tenis hubo de implementar finalmente un Código de conducta que penalizara el mal comportamiento, en un deporte que nunca antes necesitó de tales medidas. El código se estableció a finales de 1975 y su máximo impulsor fue su amigo Arthur Ashe, gran jugador y por entonces presidente de la ATP.

Su talento como joker de las canchas fue también proverbial. A menudo en los límites de la provocación al contrario (una de sus tretas era imitar a su oponente, burlarse de él, causando su desconcentración y el regocijo del público), esas vis cómica formaba parte consustancial de su carácter y de su concepción de la pista como proscenio para la diversión y el espectáculo. Supongo que los que presenciaron su duro encuentro de cuarta ronda, en Wimbledon 74, contra el americano Dick Stockton aún recuerdan cómo, bajo una incipiente llovizna, agarró el paraguas de un espectador y jugó un par de puntos con él en la mano. Justo un año después, también en Londres, él y Connors, cómplice incondicional, saltaron a la hierba vistiendo camisetas de rugby (el calentamiento lo realizarían luciendo sendos bombines sobre sus cabezas), infringiendo de ese modo la estricta norma de vestir de blanco y siendo multados por ello. Pero, como tantas otras veces, qué importaban un puñado de libras si con ello se conseguía el fervor del público… Quizá su número más recordado fue el que tuvo como víctima al campeón italiano Adriano Panatta. Ocurrió durante un partido de dobles en Roland Garros. Panatta era un jugador terriblemente supersticioso, y a Nastase no se le ocurrió otra cosa que esconder un gato negro en su bolsa y soltarlo en medio de la pista al principio del encuentro. Él y Tiriac, su compañero, ganaron fácilmente.

Tipo de gran corazón, Nastase fue el único que, en el US Open de 1979, se dignó formar pareja con Renée Richards, la primera jugadora transexual que conoció el circuito, cuando nadie más quiso hacerlo, ni en dobles ni en dobles mixtos. Playboy empedernido (famosa es ya su confidencia de haberse acostado con más de 2.500 mujeres), escritor de novelas en francés durante los años 80, candidato a la alcaldía de Bucarest en 1996 y presidente de la Federación rumana de tenis, Nastase nunca dejó de ser fiel a sí mismo, de ser aquel tenista impredecible y genial, ese “amante trotamundos” que se paseó (y aún se pasea) por la vida comiéndosela a bocados, bebiéndosela a tragos.

Firma invitada: Óscar Blanco Aparicio

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